Teuchitlán: El grito que no podemos ignorar
Colaboración especial Idalia González de León
Las imágenes son desgarradoras: zapatos arrumbados, mochilas abandonadas, restos humanos dispersos. Cada objeto cuenta una historia de vidas truncadas, de familias destrozadas. Este horror, que nos remite a los peores capítulos de la humanidad y a aquellos hornos del Holocausto que nos enseñaron en los libros de historia, no ocurre en un rincón lejano del mundo. Esta vez está aquí, en nuestro estado, en Teuchitlán, a sólo unos minutos de Guadalajara. Y nos obliga a preguntarnos: ¿Cómo llegamos a este punto? ¿Cómo permitimos esta cadena de omisión y colusión? El campo de exterminio descubierto en Teuchitlán nos enfrenta a una verdad ineludible: hemos normalizado lo inaceptable.
Este horror no surgió de la nada. El hallazgo de este centro de adiestramiento y exterminio del crimen organizado no es un hecho aislado. Tristemente es el resultado de años de negligencia y complicidad en todos los niveles de nuestro gobierno. Y es que, si lo pensamos, esta cadena de omisión tiene muchos eslabones; desde el alcalde municipal que guardó silencio, hasta la fiscalía que miró hacia otro lado, pasando por un exgobernador más preocupado por su carrera política que por la seguridad de su estado, todos permitieron que este infierno se mantuviera oculto por años. Incluso la Guardia Nacional, que incautó el rancho en 2024, parece haber ignorado lo que las madres buscadoras descubrieron con valentía y pocos recursos.
Pero ¿Cómo llegamos aquí? Lo cierto es que la respuesta no debe recaer sólo en las instituciones y autoridades, pues como sociedad hemos sido cómplices al mirar hacia otro lado. Según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas, desde 1952 hay en nuestro país124,000 personas desaparecidas, de las cuales 54,000 corresponden al último sexenio, al del expresidente Andrés Manuel López Obrador. Y en lo que va del actual gobierno, ya se cuentan 6,700 más. Estas cifras son mucho más que datos oficiales; son alarmantes y son un grito de auxilio que no podemos y mucho menos debemos seguir ignorando.
El caso de Teuchitlán no es aislado. Días después del descubrimiento en Jalisco, se hallaron 19 fosas clandestinas en Tamaulipas. Esto nos obliga a enfrentar preguntas incómodas: ¿por qué seguimos siendo omisos? ¿Por qué permitimos que se juegue con cifras oficiales mientras las desapariciones aumentan? Más allá de las fallas del gobierno, debemos reflexionar sobre nuestra propia indiferencia. Como ciudadanos, nos hemos acostumbrado a normalizar lo aberrante y a permitir lo impensable.
Y en medio de esta oscuridad pareciera que los colectivos de búsqueda se han convertido en un rayo de verdad. Estas madres, padres y hermanos, con más coraje que recursos, están haciendo el trabajo que las autoridades se niegan a realizar por así convenir a sus intereses o por complicidad. Su lucha es un recordatorio constante de que el amor por sus desaparecidos trasciende el abandono gubernamental. Pero no debería ser necesario. Ninguna familia debería cargar con el peso de buscar a sus seres queridos; ese debería ser el compromiso de un gobierno que valore la vida.
Teuchitlán es un recordatorio brutal de que la paz no se logra con indiferencia y hoy por hoy es un grito que nos exige no seguir siendo indiferentes. Como sociedad, tenemos una tarea urgente: proteger a nuestros hijos, educarlos sobre los riesgos que enfrentan fuera de su esfera familiar y enseñarles a no caer en engaños. Hoy en día, las redes sociales y los videojuegos en línea se han convertido en herramientas para el reclutamiento criminal. Es nuestro deber hablar con ellos, guiarlos y recordarles que no todo el mundo tiene buenas intenciones.
Las escenas de Teuchitlán —zapatos sin pies, maletas sin destino— nos dejan sin aliento. Cada objeto encontrado representa una vida que no volverá, una familia que sigue buscando, una herida abierta en el tejido social. Este descubrimiento no debe ser una nota más en los periódicos ni un hecho que caiga en el olvido. Debe ser el detonante para exigir justicia, para romper con la narrativa oficial que minimiza la violencia y para reconstruir un país donde la vida sea valorada y respetada.
Porque si Teuchitlán no es suficiente para despertarnos, ¿qué lo será?